Mi primera impresión, debo confesar, no fue
la mejor. Tal vez deba decir que horas antes de tomar el avión estaba en cama y
con fiebre, había vomitado debido a la cantidad de pastillas y remedios que mi
madre me había hecho ingerir y ya se me habían ido las ganas de viajar.
El vuelo era a las siete de la mañana por lo
tanto debíamos salir de casa como a las cuatro de la madrugada, para luego
esperar un par de horas en el aeropuerto. A papá le encanta seguir las reglas y
si dicen que hay llegar dos horas antes, pues llegamos dos horas antes. Había
dormido con la ropa puesta para el viaje y aunque me encontraba un poco mejor,
puesto que la fiebre había bajado, el ánimo aún no subía.
Mi mamá y yo fuimos trasladas a primera
clase, sin saber bien por qué, pero como a caballo regalado lo aceptamos sin
preguntar. Tomamos desayuno en el avión, jugo de naranja y crossaints. Intenté
escuchar algo de música, pero empecé a sentirme mal otra vez, así que opté por
dormir por el resto del viaje. El aterrizaje estuvo algo turbulento, no lo
recordaba de esa manera. Hacía muchos años que no viajaba en avión. Encima los
oídos me comenzaron a doler, escuchaba un sonido intenso, que no paraba.
Conclusión: estuve con los oídos tapados casi por dos días o más. Cuando
llegamos lo primero que hice fue ir a una farmacia, quise comprar unas gotas,
pero la señora que atendía me recomendó mascar chicle, dijo que así se me
pasaría. Creo que funcionó, aunque hubiera preferido las gotas. Me sentí un
poco estúpida mascando mi chicle por las calles, esperando a que se me
destaparan los oídos.
Arribamos a Buenos Aires a la una de la
tarde, más trámites y pagos de impuestos, más recojo de equipaje y previo paso
por el duty free, creo que salimos del
aeropuerto como dos horas después. Al salir de Ezeiza estaba todo rodeado de
verde fue muy extraño esa primera impresión. Aquí estamos acostumbrados a que,
al salir del aeropuerto, nos encontremos con pavimento, carros, edificios y una
gran cantidad de casinos. Parecía que estábamos en el campo, mejor dicho en las
afueras de la ciudad. Para nada comparado con nuestro querido Jorge Chávez.
Tomamos una camioneta-taxi para que
entráramos los cuatro, más nuestras respectivas maletas. Yo iba recostada
contra la luna del taxi y miraba todo como si fuera una película, aún me
encontraba bajo los efectos de la última pastilla que tomé en el aeropuerto
antes de embarcar. Había mucho sol y mamá no dejaba que me quite las casacas,
ninguna de las dos que llevaba encima. El viaje en taxi demoró entre treinta o
cuarenta minutos. Conforme nos adentrábamos en la ciudad, empezaron a aparecer
los edificios, sólo veía edificios al comienzo, nada de casas. Recuerdo que eso
me pareció horrible y triste a la vez. Cuando me di cuenta cruzábamos la famosa
9 de julio, apenas si pude ver el Obelisco, tuvimos que doblar y entrar por
otra calle. Corrientes estaba en contra.
Nos hospedamos en el hotel “Milán” en
Montevideo y Corrientes, a unas cuadras del Obelisco, en pleno centro de la
ciudad. El hotel terminó siendo cualquier cosa, papá se dejó engañar por las
fotos que vio en la página web, pobre. Nos dividimos en dos grupos. Los chicos
con los chicos y las chicas con las chicas. El cuarto que nos tocó a mamá y a
mí era oscuro, con una única ventana que daba al techo. Terrible, no se podía
ver nada y tampoco entraba luz.
Ese primer día, yo quería quedarme
descansado, me encontraba un poco mareada, pero mamá no me dejó, tenía que
comer para poder tomar el jarabe. Fuimos a “Las Brazas”, un restaurante al frente
del Milán. Todos comieron parrilla, menos yo, no tenía hambre, así que comí
milanesa con puré. Lo único que quería era una coca-cola, pero tenía que ser
sin helar, o como dicen por allá: al tiempo; en pleno verano y con más de 30
grados. Después de comer, mi hermano salió corriendo en busca de un teléfono
público. Al final me convencieron y fuimos a dar una vuelta.
Bastó que pisara Corrientes para que de
pronto todo cambiara. Me encantó ver tanta gente yendo y viniendo. Tiendas,
librerías cada dos cuadras, cafés, bares sin fin. Los carros, el tráfico, la
entrada al subte. Caminamos hasta el Obelisco y papá me tomó la típica foto de
postal. Busqué un kiosco y compré una coca-cola en botellita de vidrio, para mi
sorpresa me la podía llevar, no era retornable. Paseando con mi coca-cola por Corrientes no
podía imaginar nada mejor.
Ese mismo día compré dos libros, uno de
cuentos de Quiroga y “Cicatrices” de Juan José Saer, pensando que serían los
primeros de muchos. Mentira, no volví a comprar más y hasta ahora me
arrepiento. Luego fuimos a un Mall súper caro, donde nadie compró nada, y
luego, de vuelta al hotel. Mi hermano salió a tomar con una amiga, yo preferí
quedarme a descansar a pesar de su insistencia. Hubiera sido inútil de todas
formas no hubiera podido tomar, pues seguía resfriada.
La primera noche no pude dormir y creo no
dormí hasta el sábado y nosotros llegamos un miércoles. Ni siquiera podía ver
televisión porque mamá dormía al lado, por suerte tenía el discman conmigo. Era
raro el hecho de estar en otro país y tampoco poder dormir, ni poder hacer
nada. Por lo general cuando tengo insomnio me quedo viendo cualquier cosa en la
televisión o por último el techo de mi cuarto. Sin embargo, esta vez ver el
techo o la pared, ya que mi cama estaba al lado de una, fue más que extraño
casi aterrante. Ese saber que no podía hacer nada, ni salir, ni caminar, nada.
Sólo estarme quieta era lo que me asustaba.
Al día siguiente me sentía peor y no tenía
ganas de salir. Mi papá y mi hermano salieron durante la mañana, mientras mi
mamá y yo nos quedamos durmiendo. Nos recogieron por la tarde para ir a
almorzar. Creo que fuimos a otro Mall. En la noche caminamos por Callao y
terminamos los cuatro sentados en una banca de la plaza frente a Congreso
viendo como la gente paseaba no sólo a sus perros, sino también a sus bebés en
coche a las once de la noche. Nos pareció todo un acontecimiento.
Esa segunda noche de insomnio, me encontraba
echada en la cama viendo hacia la pared y de espaladas a la ventana. Hacía rato
que tenía la impresión de que una luz iluminaba el cuarto. Al comienzo no le di
importancia. Si hubiera estado aquí, podría atribuirlo a que pasó un carro o
algo así, pero debido a la ubicación del cuarto eso no podía ser. Entonces
volteé y pude ver claramente como una luz que provenía de afuera entraba en la
habitación, permanecía unos segundos y luego se apagaba. Nunca olvidaré esa
noche, tampoco los truenos.
Al día siguiente amaneció nublado y llovió
todo el día. Había quedado en salir con mi papá y mi hermano temprano. Tuvimos
que comprar paraguas para cada uno. Me encantó esa mañana, de lejos la mejor.
Caminar, y bajo la lluvia, fue muy divertido. En Lima nunca llueve. Y eso hizo
que la experiencia fuera inolvidable. Me costó un poco acostumbrarme al paraguas,
era muy difícil no chocar con las demás personas que también llevaban sus
respectivos paraguas. Luego cada vez que hay que entrar en algún
establecimiento hay que cerrarlo y al salir volverlo a abrir. Nada del otro
mundo, pero para quienes nunca han tenido la necesidad de usar uno, puede ser
bastante complicado.
No sé cómo terminamos en la Bond Streat, una
galería underground en Santa Fe. Papá al cabo de una hora se aburrió y salió a
leer el periódico, además de estar preocupado por mamá quien se había quedado
en el hotel. En cambio, mi hermano y yo nos recorrimos los cuatro pisos e igual
creo que nos faltó tiempo. Si bien no compramos muchas cosas, la pasamos muy
bien. También se hacen tatuajes y body piercing y hay un montón de gente de
todo tipo, algo así como galerías Brasil para nosotros.
Los siguientes días pasaron mejor. Fuimos al
teatro en familia a ver un musical y yo fui sola a ver un unipersonal con Julio
Chávez, “Yo soy mi propia mujer”. Estuvo increíble, papá me sacó entrada en la
segunda fila y literalmente Julio me escupía cada vez que decía su parlamento.
También fui al cine a ver una película nacional, una comedia. Lo único que me
faltó, fue ir a un recital. Creo que como era verano no había mucha movida.
Igual a nosotros nos parecía que había un montón de gente, sin embargo los de
ahí, decían que el centro estaba vacío.
El domingo fue mi cumpleaños número
veinticinco y lo pasamos en familia. Fuimos a Recoleta, a una feria artesanal
que sólo está los fines de semana en Plaza Francia. Visitamos el cementerio,
mamá quería ver la tumba de Evita, pero no la encontramos. Sólo vimos la de
Sarmiento. Después me enteré que ahí también estaba la tumba de Casares, y me
la perdí. Ese día paseamos por la feria y fuimos a comer al shopping que quedaba ahí mismo. Debo decir que no la
pasé muy bien, entre mi período y la resaca por haber bebido el día anterior,
casi no podía estar en pie.
Regresé al hotel a la primera oportunidad que
tuve, los cólicos menstruales me mataban. Razón de mi mal humor esa tarde en la
feria, donde no quise comprar ni ver nada. Mis papás todavía se quedaron
haciendo compras, mi hermano me acompañó al hotel y luego volvió a salir.
La siguiente semana pasó sin darme cuenta.
Los días se sucedían unos detrás de otros. Me gustaba estar ahí, pero a la vez
sólo pensaba en regresar a Lima. No sé, tal vez los estragos de la enfermedad,
el insomnio o la inapetencia me hacían sentir así. El tema de la comida fue
otro problema que me impidió disfrutar del viaje. No desayunaba y almorzábamos
a las cuatro de la tarde o más, lo cual me producía unas terribles arcadas.
Luego, ni bien probaba bocado, sentía repulsión y quería regresar todo lo que
había entrado a mi boca. Muy extraño, hasta para mí.
Por fin llegó el viernes, diez días exactos
en capital federal. No veía la hora de tomar el avión. Ese día estuve con mis
papás, salimos a comer y a hacer algunas compras de última hora. Mi hermano
salió por su cuenta. En el taxi yendo a Ezeiza, podía ver como todo iba
quedando atrás, un paseo, un recuerdo; como que se perdía algo con cada
kilómetro que avanzábamos. El avión partía a las seis de la tarde, lo cual
quería decir que estaríamos llegando a Lima a las ocho de la noche, y de esa
forma le habríamos ganado dos horas al tiempo.
No demoró tanto el recojo de las maletas y
los trámites en el aeropuerto como cuando llegamos a Argentina. Salimos lo
antes posible y tomamos un taxi para la casa. En el camino no podía dejar de
ver las luces estridentes de los locales comerciales y el tráfico usual que
caracteriza a esta ciudad y compararlo con la salida de Ezeiza. Todo era
diferente, y no por eso mejor o peor, simplemente diferente.
Me gustó volver a Lima, estaba feliz de estar
otra vez en casa y poder dormir en mi cama. A Buenos Aires la empecé a extrañar
conforme pasaban los días y me daba cuenta de que ya no estaba allá y que no
hice tantas cosas como hubiera querido. Así que espero volver, ojalá que la
próxima no me termine enfermando un día antes.
1 comentario:
Buenos Aires nunca duerme al igual que tu... estuvo buena la crónica
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