lunes, 5 de septiembre de 2011

No tan Buenos Aires I - Primera Parte

Mi primera impresión, debo confesar, no fue la mejor. Tal vez deba decir que horas antes de tomar el avión estaba en cama y con fiebre, había vomitado debido a la cantidad de pastillas y remedios que mi madre me había hecho ingerir y ya se me habían ido las ganas de viajar.

El vuelo era a las siete de la mañana por lo tanto debíamos salir de casa como a las cuatro de la madrugada, para luego esperar un par de horas en el aeropuerto. A papá le encanta seguir las reglas y si dicen que hay llegar dos horas antes, pues llegamos dos horas antes. Había dormido con la ropa puesta para el viaje y aunque me encontraba un poco mejor, puesto que la fiebre había bajado, el ánimo aún no subía.

Mi mamá y yo fuimos trasladas a primera clase, sin saber bien por qué, pero como a caballo regalado lo aceptamos sin preguntar. Tomamos desayuno en el avión, jugo de naranja y crossaints. Intenté escuchar algo de música, pero empecé a sentirme mal otra vez, así que opté por dormir por el resto del viaje. El aterrizaje estuvo algo turbulento, no lo recordaba de esa manera. Hacía muchos años que no viajaba en avión. Encima los oídos me comenzaron a doler, escuchaba un sonido intenso, que no paraba. Conclusión: estuve con los oídos tapados casi por dos días o más. Cuando llegamos lo primero que hice fue ir a una farmacia, quise comprar unas gotas, pero la señora que atendía me recomendó mascar chicle, dijo que así se me pasaría. Creo que funcionó, aunque hubiera preferido las gotas. Me sentí un poco estúpida mascando mi chicle por las calles, esperando a que se me destaparan los oídos.

Arribamos a Buenos Aires a la una de la tarde, más trámites y pagos de impuestos, más recojo de equipaje y previo paso por el duty free, creo que salimos del aeropuerto como dos horas después. Al salir de Ezeiza estaba todo rodeado de verde fue muy extraño esa primera impresión. Aquí estamos acostumbrados a que, al salir del aeropuerto, nos encontremos con pavimento, carros, edificios y una gran cantidad de casinos. Parecía que estábamos en el campo, mejor dicho en las afueras de la ciudad. Para nada comparado con nuestro querido Jorge Chávez.

Tomamos una camioneta-taxi para que entráramos los cuatro, más nuestras respectivas maletas. Yo iba recostada contra la luna del taxi y miraba todo como si fuera una película, aún me encontraba bajo los efectos de la última pastilla que tomé en el aeropuerto antes de embarcar. Había mucho sol y mamá no dejaba que me quite las casacas, ninguna de las dos que llevaba encima. El viaje en taxi demoró entre treinta o cuarenta minutos. Conforme nos adentrábamos en la ciudad, empezaron a aparecer los edificios, sólo veía edificios al comienzo, nada de casas. Recuerdo que eso me pareció horrible y triste a la vez. Cuando me di cuenta cruzábamos la famosa 9 de julio, apenas si pude ver el Obelisco, tuvimos que doblar y entrar por otra calle. Corrientes estaba en contra.

Nos hospedamos en el hotel “Milán” en Montevideo y Corrientes, a unas cuadras del Obelisco, en pleno centro de la ciudad. El hotel terminó siendo cualquier cosa, papá se dejó engañar por las fotos que vio en la página web, pobre. Nos dividimos en dos grupos. Los chicos con los chicos y las chicas con las chicas. El cuarto que nos tocó a mamá y a mí era oscuro, con una única ventana que daba al techo. Terrible, no se podía ver nada y tampoco entraba luz.

Ese primer día, yo quería quedarme descansado, me encontraba un poco mareada, pero mamá no me dejó, tenía que comer para poder tomar el jarabe. Fuimos a “Las Brazas”, un restaurante al frente del Milán. Todos comieron parrilla, menos yo, no tenía hambre, así que comí milanesa con puré. Lo único que quería era una coca-cola, pero tenía que ser sin helar, o como dicen por allá: al tiempo; en pleno verano y con más de 30 grados. Después de comer, mi hermano salió corriendo en busca de un teléfono público. Al final me convencieron y fuimos a dar una vuelta.

Bastó que pisara Corrientes para que de pronto todo cambiara. Me encantó ver tanta gente yendo y viniendo. Tiendas, librerías cada dos cuadras, cafés, bares sin fin. Los carros, el tráfico, la entrada al subte. Caminamos hasta el Obelisco y papá me tomó la típica foto de postal. Busqué un kiosco y compré una coca-cola en botellita de vidrio, para mi sorpresa me la podía llevar, no era retornable. Paseando con mi coca-cola por Corrientes no podía imaginar nada mejor.

Ese mismo día compré dos libros, uno de cuentos de Quiroga y “Cicatrices” de Juan José Saer, pensando que serían los primeros de muchos. Mentira, no volví a comprar más y hasta ahora me arrepiento. Luego fuimos a un Mall súper caro, donde nadie compró nada, y luego, de vuelta al hotel. Mi hermano salió a tomar con una amiga, yo preferí quedarme a descansar a pesar de su insistencia. Hubiera sido inútil de todas formas no hubiera podido tomar, pues seguía resfriada.

La primera noche no pude dormir y creo no dormí hasta el sábado y nosotros llegamos un miércoles. Ni siquiera podía ver televisión porque mamá dormía al lado, por suerte tenía el discman conmigo. Era raro el hecho de estar en otro país y tampoco poder dormir, ni poder hacer nada. Por lo general cuando tengo insomnio me quedo viendo cualquier cosa en la televisión o por último el techo de mi cuarto. Sin embargo, esta vez ver el techo o la pared, ya que mi cama estaba al lado de una, fue más que extraño casi aterrante. Ese saber que no podía hacer nada, ni salir, ni caminar, nada. Sólo estarme quieta era lo que me asustaba.

Al día siguiente me sentía peor y no tenía ganas de salir. Mi papá y mi hermano salieron durante la mañana, mientras mi mamá y yo nos quedamos durmiendo. Nos recogieron por la tarde para ir a almorzar. Creo que fuimos a otro Mall. En la noche caminamos por Callao y terminamos los cuatro sentados en una banca de la plaza frente a Congreso viendo como la gente paseaba no sólo a sus perros, sino también a sus bebés en coche a las once de la noche. Nos pareció todo un acontecimiento.

Esa segunda noche de insomnio, me encontraba echada en la cama viendo hacia la pared y de espaladas a la ventana. Hacía rato que tenía la impresión de que una luz iluminaba el cuarto. Al comienzo no le di importancia. Si hubiera estado aquí, podría atribuirlo a que pasó un carro o algo así, pero debido a la ubicación del cuarto eso no podía ser. Entonces volteé y pude ver claramente como una luz que provenía de afuera entraba en la habitación, permanecía unos segundos y luego se apagaba. Nunca olvidaré esa noche, tampoco los truenos.

Al día siguiente amaneció nublado y llovió todo el día. Había quedado en salir con mi papá y mi hermano temprano. Tuvimos que comprar paraguas para cada uno. Me encantó esa mañana, de lejos la mejor. Caminar, y bajo la lluvia, fue muy divertido. En Lima nunca llueve. Y eso hizo que la experiencia fuera inolvidable. Me costó un poco acostumbrarme al paraguas, era muy difícil no chocar con las demás personas que también llevaban sus respectivos paraguas. Luego cada vez que hay que entrar en algún establecimiento hay que cerrarlo y al salir volverlo a abrir. Nada del otro mundo, pero para quienes nunca han tenido la necesidad de usar uno, puede ser bastante complicado.

No sé cómo terminamos en la Bond Streat, una galería underground en Santa Fe. Papá al cabo de una hora se aburrió y salió a leer el periódico, además de estar preocupado por mamá quien se había quedado en el hotel. En cambio, mi hermano y yo nos recorrimos los cuatro pisos e igual creo que nos faltó tiempo. Si bien no compramos muchas cosas, la pasamos muy bien. También se hacen tatuajes y body piercing y hay un montón de gente de todo tipo, algo así como galerías Brasil para nosotros.

Los siguientes días pasaron mejor. Fuimos al teatro en familia a ver un musical y yo fui sola a ver un unipersonal con Julio Chávez, “Yo soy mi propia mujer”. Estuvo increíble, papá me sacó entrada en la segunda fila y literalmente Julio me escupía cada vez que decía su parlamento. También fui al cine a ver una película nacional, una comedia. Lo único que me faltó, fue ir a un recital. Creo que como era verano no había mucha movida. Igual a nosotros nos parecía que había un montón de gente, sin embargo los de ahí, decían que el centro estaba vacío.

El domingo fue mi cumpleaños número veinticinco y lo pasamos en familia. Fuimos a Recoleta, a una feria artesanal que sólo está los fines de semana en Plaza Francia. Visitamos el cementerio, mamá quería ver la tumba de Evita, pero no la encontramos. Sólo vimos la de Sarmiento. Después me enteré que ahí también estaba la tumba de Casares, y me la perdí. Ese día paseamos por la feria y fuimos a comer al shopping que quedaba ahí mismo. Debo decir que no la pasé muy bien, entre mi período y la resaca por haber bebido el día anterior, casi no podía estar en pie.

Regresé al hotel a la primera oportunidad que tuve, los cólicos menstruales me mataban. Razón de mi mal humor esa tarde en la feria, donde no quise comprar ni ver nada. Mis papás todavía se quedaron haciendo compras, mi hermano me acompañó al hotel y luego volvió a salir.

La siguiente semana pasó sin darme cuenta. Los días se sucedían unos detrás de otros. Me gustaba estar ahí, pero a la vez sólo pensaba en regresar a Lima. No sé, tal vez los estragos de la enfermedad, el insomnio o la inapetencia me hacían sentir así. El tema de la comida fue otro problema que me impidió disfrutar del viaje. No desayunaba y almorzábamos a las cuatro de la tarde o más, lo cual me producía unas terribles arcadas. Luego, ni bien probaba bocado, sentía repulsión y quería regresar todo lo que había entrado a mi boca. Muy extraño, hasta para mí.

Por fin llegó el viernes, diez días exactos en capital federal. No veía la hora de tomar el avión. Ese día estuve con mis papás, salimos a comer y a hacer algunas compras de última hora. Mi hermano salió por su cuenta. En el taxi yendo a Ezeiza, podía ver como todo iba quedando atrás, un paseo, un recuerdo; como que se perdía algo con cada kilómetro que avanzábamos. El avión partía a las seis de la tarde, lo cual quería decir que estaríamos llegando a Lima a las ocho de la noche, y de esa forma le habríamos ganado dos horas al tiempo.

No demoró tanto el recojo de las maletas y los trámites en el aeropuerto como cuando llegamos a Argentina. Salimos lo antes posible y tomamos un taxi para la casa. En el camino no podía dejar de ver las luces estridentes de los locales comerciales y el tráfico usual que caracteriza a esta ciudad y compararlo con la salida de Ezeiza. Todo era diferente, y no por eso mejor o peor, simplemente diferente.

Me gustó volver a Lima, estaba feliz de estar otra vez en casa y poder dormir en mi cama. A Buenos Aires la empecé a extrañar conforme pasaban los días y me daba cuenta de que ya no estaba allá y que no hice tantas cosas como hubiera querido. Así que espero volver, ojalá que la próxima no me termine enfermando un día antes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buenos Aires nunca duerme al igual que tu... estuvo buena la crónica