domingo, 24 de junio de 2012

Montevideanos


Me pasé todo el viaje de ida sentada en mi sitio, sin moverme ni quitarme los audífonos. Sólo me pare para comprar una coca-cola helada. Pues ni bien subí al buquebus, aunque inmóvil aun, empecé a marearme. Por eso decidí que necesitaba una coca-cola, para aliviarme el malestar y música, para no pensar. Cuando planeaba el viaje, creía que lo haría por tierra y sola. No fue así, aunque tal vez haya sido mejor.


Todos se fueron a pasear por el buquebus y me dejaron cuidando las maletas. A mi me hubiera gustado asomarme a ver el mar. Imposible. No es igual acercarse a verlo desde el malecón en tierra firme como me gusta hacerlo en Lima que desde el medio de la nada. O mejor dicho en medio del mar. A donde sea que mirase había agua y más agua.
 

La noche anterior, mi hermano y yo habíamos salido con una amiga a tomar unas cervezas y luego la habíamos seguido los dos en el kiosco de la esquina del hotel. Así que no habíamos dormido mucho. Debíamos estar en el puerto a las siete de la mañana. A pesar del cansancio no pude dormir. Cosa rara, por lo general tengo facilidad para dormirme en cualquier parte.
 

Me la pase escuchando ese grupo que tanto le gustaba. Saque su libro de Carver y releí ¿Por qué cariño?, mi cuento favorito. Encontré un recorte de periódico del 2001, cuando ambos Pablos estuvieron por primera vez en Lima. Me quede mirando la foto completamente en blanco, no sé por cuanto tiempo. No quería preguntas absurdas ni cuestionamientos estúpidos.


El viaje duraba dos horas. De ahí directo al hotel. A comer y al cementerio. La calle del hotel se llamaba Río Negro y estaba ubicado en pleno centro de la ciudad. Llegamos un martes en pleno carnaval. Todo estaba cerrado. Salvo el restaurante donde comimos.


El barrio del Buceo, donde está el cementerio del mismo nombre, queda lejos del centro. Tomamos un taxi que le costó a papá casi cien pesos argentinos. Nunca entendí el cambio del peso uruguayo. Mi hermano empezó a preguntar si sabía como íbamos a dar con él. Lo calle diciendo que nos informarían. Y por suerte así fue.



Estaba en un lugar cerca de la entrada destinado a descendientes de suizos. De inmediato recordé que me había contado que su mamá era suiza y hacía unos postres o chocolates riquísimos. Pensé que su búsqueda tomaría más tiempo. Todo transcurrió tan rápido que casi me lo pierdo. Pedí a mi familia que me dejarán sola. Y me acerqué lo más posible. No llevé flores. ¿Para qué? A cambio saqué el disc-man y puse en repetición y a un volumen considerable “Where’s my mind?”.


Lo que resta del viaje, la verdad no vale la pena contarlo. Me hubiera gustado ir a Pozitos, su barrio, o buscar a Stoll para tomar unas cervezas y hablar de tiempos pasados. En mi mente las cosas se habían dado de otra manera.


Al día siguiente salimos a medio día de vuelta en buquebus. A penas si pudimos recorrer un poco el centro. Lo poco que vi me gusto. Antiguo y feo. Se parece al de Lima. Tal vez tengan eso en común.


En el viaje de regreso no me quedé en mi asiento. Decidí dar una mirada por las tiendas y me acerqué brevemente a una ventana para ver el mar. De pronto desapareció esa angustia que tenía al comienzo del viaje a Argentina. Ya nada me oprimía el pecho, por el contrario sentía una tranquilidad que venía necesitando.


Desde ese día dejé de atormentarme buscando noticias suyas sobre lo ocurrido y de pensar tanto él. Ahora sólo dejo que su recuerdo me sorprenda una tarde cualquiera.

1 comentario:

Anónimo dijo...

With your feet in the air and your head on the ground
Try this trick and spin it, yeah
Where is my mind?